Las protestas de los «chalecos amarillos» son una reacción de los franceses por el sistema de gobierno, que parece ser excluyente, indiferente y débil.

Emmanuel Macron contestó a las protestas de los chalecos amarillos como si se tratara de un movimiento de protesta de esos que había antes, reivindicativo, enfocado en problemas de acceso a derechos, recursos o reconocimiento.

Lo hizo sacrificando parte de su política de ajuste, retirando un aumento del impuesto a los combustibles que iba a impactar en gente de muy distintos niveles económicos y opiniones políticas, y estaba horadando la ya escasa adhesión que su gobierno recibe de una sociedad cansada de los recortes de gastos y la suba de los impuestos.

Si el presidente francés imaginaba que así lograría calmar las aguas se llevó flor de sorpresa: la protesta de este sábado fue de nuevo muy masiva y aún más violenta que las anteriores. ¿Por qué?

En parte porque la administración se equivocó en los tiempos y el modo: anunció tarde la corrección, cuando ya el movimiento estaba lanzado a organizar una nueva jornada de protesta, y encima dijo primero que solo se trataba de una suspensión, con lo cual alimentó la sospecha de que, una vez que se desactivaran las marchas y aislara a sus promotores, volvería a intentar el aumento. Recién cuando advirtió el problema, aclaró que la medida quedaba descartada. Pero con esos sucesivos pasos atrás se alentó aún más la acción en las calles, pues mostraron que esta daba resultado, que al gobierno no le estaba quedando otra que ceder y replegarse.

Con todo, más allá de los errores gubernamentales y del éxito reivindicativo que podían reclamar para sí los manifestantes, lo que más parece haberlos estimulado a insistir y avanzar es la ordalía de odio y violencia descontrolada en que desembocaron las protestas y la mezcla de distancia y debilidad que ofreció el gobierno como respuesta. De allí que la estrategia de Macron para atender la cuestión haya sido, al menos hasta aquí, por completo desencaminada.

Hay una estética de la destrucción que entusiasma a muchos jóvenes franceses, que no es ni de derecha ni de izquierda, ni tiene reivindicaciones muy claras detrás. Es más que nada una reacción ante un sistema que parece ser al mismo tiempo excluyente, indiferente y débil. Que es la forma en que las democracias de cada vez más países desarrollados son vistas por una proporción cada vez más amplia de sus ciudadanos.

Como sucedió con los indignados en España años atrás, no está muy claro qué quieren los que organizan las protestas: en el caso de los chalecos amarillos aluden a «injusticias sociales» soportadas durante décadas, a complots tecnocráticos para someter a Francia a los dictados de Bruselas, de la ONU o de vaya a saber quién, y sobre todo a los vicios de una clase política que no merece ya ninguna confianza. Todas acusaciones que pueden tener tanto de cierto como de invención, pero a nadie se le ocurre que haya que precisar qué cae en cada categoría, y por qué habría que creerle más a quienes denuncian que a los denunciados, a los promotores del odio que a los odiados.

Y tampoco es fácil entender por qué encuentran semejante eco en miles de personas, sobre todo jóvenes, de clase media baja, trabajadores precarios y estudiantes sin perspectivas de escapar a ese futuro, que no se reconocen ya en partidos, sindicatos ni ninguna otra forma de agregación e identificación política más tradicional.

Ahora que olieron sangre, y vieron al gobierno trastabillar, van por su cabeza: se extiende el reclamo de que Macron renuncie. Puede que en una semana esa idea suene ridícula porque todo se calme, la descarga de resentimiento contra el sistema político y las autoridades haya bastado para restablecer el frágil equilibrio previo, del que precisamente Macron es hijo: recordemos que fue electo gracias a que logró colarse en la pelea entre dos extremistas, uno de derecha y otro de izquierda, cuyos votantes deben abundar entre los que ahora se vuelcan a las calles.

Pero puede también que ese precario equilibrio haya quedado invalidado y un sistema de partidos aún más debilitado que el español, como nunca se vio en Francia antes, le de pronto una nueva y más ventajosa oportunidad a los extremistas y aventureros. ¿Serán de derecha o de izquierda quienes recojan los beneficios de este despelote? Tal vez suceda algo parecido a lo que vemos en Italia, donde populistas de izquierda y de derecha cogobiernan, le echan la culpa de todos los males al mismo tiempo a los migrantes y a la Unión Europea, y están gestando un descalabro económico e institucional del que va a ser muy difícil salir. En cualquier caso, se probará que en circunstancias tan difíciles como las que enfrentan no solo las democracias europeas, sino las democracias en general, si los moderados no cooperan entre sí, el centro político puede derrumbarse y el destino de esos sistemas terminar dependiendo de promotores del odio y el caos que no ofrecen soluciones más efectivas sino apenas un mejor modo de canalizar la frustración.

  • https://tn.com.ar/opinion/arde-paris-y-la-politica-del-odio-acorrala-las-democracias_923037

2018-12-11T14:00:08+00:00